Frida Kahlo, protagonista del ciclo ‘Mujeres con valor añadido’

Manuel Madrid, Juan Tomás Frutos, Alicia Barquero, Lola Recio, José Fernández-Rufete y Ángel Campos, en el ciclo 'Mujeres con valor añadido' dedicado a Frida Kahlo, La Malinche y Carmen Conde. Foto cortesía de Vicente Vicens (AGM)

Manuel Madrid, Juan Tomás Frutos, Alicia Barquero, Lola Recio, José Fernández-Rufete y Ángel Campos, en el ciclo ‘Mujeres con valor añadido’ dedicado a Frida Kahlo, La Malinche y Carmen Conde. Foto cortesía de Vicente Vicens (AGM) publicada en La Verdad.

Gracias a todos los que habéis hecho tan especial esta noche en el Centro Cultural Las Claras de la Fundación Cajamurcia (11/02/2015) recordando a Frida Kahlo, La Malinche y Carmen Conde. Gracias por venir a mis amigas Ana García Salvago, Lola García Abellán, Amparo Riva Marañon, Consuelo e Inma Mengual, Ilka Lomonaco, Alejandra Armenta, Toñi y Sara Mateos y, en especial, a mis compañeros de mesa: el periodista de TVE, escritor y profesor de la Facultad de Comunicación de la UMU Juan Tomás Frutos, y el antropólogo José Fernández-Rufete, al trovero Emilio Soler, y a la presidenta de Asociación Regional de Amas de Casa, Consumidores y Usuarios de Murcia (ACUM), Lola Recio, por la invitación, y al director de Las Claras, Ángel Campos, por la logística. Agradecido una vez más, a Azucena Madrid por la asistencia que me presta desde el inicio de este tour por tantos lugares hablando de la gente y los lugares de América. Y a Alicia Barquero, concejal de Cooperación, y a tanta gente a la que asistió a la conferencia y a la que aún no conozco.

'Autorretrato con chango y loro' (1942, óleo sobre masonite, 54.6 x 43.2 cm, Buenos Aires, Malba-Fundación Constantini, de Frida Kahlo.

‘Autorretrato con chango y loro’ (1942), óleo sobre masonite, 54.6 x 43.2 cm, Buenos Aires, Malba-Fundación Constantini, de Frida Kahlo.

Fue una preciosa noche dedicada a las mujeres, verdaderas protagonistas del ciclo organizado por ACUM y que llevaba por título, ‘Mujeres con valor añadido’. Tuve la gran suerte de poder contar a todos los asistentes, mayoritariamente féminas, la historia y los avatares personales de Frida Kahlo, la pintora de la corona de trenzas, a la que dedico un capítulo en ‘El abismo chilango’, el relato que dedico a México en el libro ‘Amarás América’. Hija de Guillermo Kahlo, un fotógrafo judío de ascendencia húngaro-germana, y Matilde Calderón, una «muy buena guardadora de centavos» oaxaqueña, la obra pictórica de Frida goza de reconocimiento universal, con cotizaciones impensables en las casas de subastas de Londres, Nueva York y París. Un año antes de su muerte pintó ‘Raíces’ (1943); la pieza muestra a la pintora mexicana acostada sobre un suelo árido con viñas, que parecen raíces, emanando de su torso hacia la tierra. Un coleccionista anónimo pagó por esta obra 5,6 millones de dólares en 2006, la suma más alta jamás alcanzada por una artista latinoamericana. Frida es hoy un icono universal; su imagen se repite como la efigie de Marilyn Monroe. Todo el mundo sabe algo de ella, pero su vida más bien transcurrió en un segundo plano a la sombra de su marido, el enorme muralista mexicano Diego Rivera, un «viejo panzón» que solía llevar sombreros Stetson, zapatos de minero y cinturones anchotes. La Casa Azul de Coyoacán («lugar de coyotes»), donde nació, vivió con Rivera entre 1929 y 1954 y murió a los 47 años, atesora los recuerdos íntimos de la artista, que conquistó al temido Rivera, 20 años mayor que ella, haciéndole bajar de un andamio para mostrarle unos cuadros y preguntarle si podía vivir de la pintura. Ella lo encontraba «bondadoso, cariñoso, sabio y encantador», a diferencia de sus amigas de la Escuela Nacional Preparatoria, que lo describían como un ser «barrigón, mugriento, de aspecto horrible». A Frida parecía no importarle: «Lo lavaría y limpiaría».

Frida in New York. Archivo de Nickolas Muray. 1946

Frida in New York. Archivo de Nickolas Muray. 1946

Frida tuvo una vida desgarradora: contrajo una poliomielitis en la infancia que la dejó coja –de ahí su afán por las faldas tehuanas para disimular su minusvalía–, conoció la postración total, logró sobrevivir a un accidente de tranvía[1] que le produjo dolores hasta su muerte –»el pasamanos me atravesó como la espada a un toro, perdí la virginidad»– y la obligó a visitar hasta 35 veces los quirófanos, sufrió cinco abortos por malformaciones uterinas y tuvo que acostumbrarse al corsé, que llevó durante 30 años, y al Demerol para soportar la gangrena y la amputación de una pierna cerca del fin de sus días. En cambio, su pintura fue un despilfarro de vitalidad, nacía de su experiencia directa con el dolor, un mal que marchitaba ilusiones pero acentuaba su sensibilidad con los pinceles. Entre los 150 cuadros de su producción dejó medio centenar de autorretratos –»me retrato a mí misma porque paso mucho tiempo sola y porque soy el motivo que mejor conozco»– que sofocaban a Picasso –»nadie sabe pintar retratos como Frida»–, que la agasajó con dos aretes surrealistas con forma de mano que ‘madame Rivera’ guardó como oro en paño.

'La columna rota', autorretrato de Frida Kahlo, 1944.

‘La columna rota’, autorretrato de Frida Kahlo, 1944.

Cuenta Raquel Tibol en ‘Frida Kahlo: una vida abierta’ que en 1938, con motivo de la primera exposición individual de Frida en Nueva York, en la galería Julien Levy, Diego envió una carta a un influyente crítico, Sam A. Lewisohn, para que no pasara por alto esta importante cita: «Se la recomiendo, no como marido, sino como un entusiasta admirador de su obra, ácida y tierna, dura como el acero y delicada y fina como el ala de una mariposa, adorable como una hermosa sonrisa y profunda como la amargura de la vida». Rivera llamaba a Frida «la llameante» porque parecía estar siempre llevada por el fuego. Y, paradojas de la vida, esa fue la última imagen que el «pintor de los espacios y las multitudes», como ella lo definió, tuvo de aquella atrevida camarada a la dirigió sus balas en 1928 mientras pintaba su ‘Balada de la Revolución’. Al entrar al horno crematorio las llamaradas levantaban sus cabellos coronados como si estuviera dentro de un girasol. «Espero –escribió por última vez– alegre la salida… y espero no volver jamás».

Fue un 13 de julio de 1954, el día más trágico en la vida de Diego Rivera, porque había perdido para siempre a su amadísima Frida. La experiencia del dolor también enseña, y Frida es un ejemplo; sus obras son, como dijo Vargas Llosa en ‘Diccionario de amantes de América Latina’, una forma extrema de introspección del que la artista extra en cada pincelada un estremecedor testimonio sobre el sufrimiento, los deseos y los más terribles avatares de la condición humana. La niña de la que se burlaban en el colegio diciéndole ‘pata de palo’ plantó sus raíces en México y su sangre, como su pintura, sigue empapando de emociones este mundo que pisamos. ¡Gracias Frida por vivir y amar!

[1] Frida tenía 18 años cuando el camión en el que viajaba con su primer amor, Alejandro Gómez Árias, fue atropellado por un trolebús y un tubo le rompe la columna, la pelvis, la matriz, los labios del sexo «y le provoca una herida que nunca cierra», según la biógrafa Raquel Tibol, autora de varios títulos sobre la vida de la artista.

 

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