LA COSECHA AIMARA. A 4.000 metros de altura y sin apenas tiempo de asimilar los vértigos, KAMISAKI fue la primera palabra que nos enseñaron nuestras anfitrionas de la Fundación Machaqa Amawt’a (‘nuevo sabedor’) al desembarcar en El Alto. El Altiplano de Bolivia, región de ponchos rojos, nevados perpetuos y llamitas en tropel, nos saludaba con su sonrisa multirracial y nos decía en aimara un ‘HOLA, ¿QUÉ TAL?‘. Por delante teníamos cinco semanas para observar y documentar las tradiciones y formas de vida de los aimaras, pueblo de luchadores y heroínas esparcido por urbes, valles, salares y desiertos donde la vida es, sencillamente, un regalo de la Pachamama (Madre Tierra). La etnia aimara, con un millón y medio de miembros en Bolivia, es una de las 36 nacionalidades que componen el puzle cultural de este rincón de los Andes castigado a partes iguales por la naturaleza y por la historia. La Bolivia de Evo Morales, el primer indio que alcanza los honores presidenciales, olía a rebelión y revolución. Humillado durante siglos por colonizadores de todas las calañas y fracturado hoy por las tensiones entre ricos y pobres, oligarcas y ‘originarios’, blancos y negros, el país de la papa, del gas y de las minas de oro seguía siendo un territorio convulso donde cualquier pequeño fuego podía acabar incendiando al país entero. Menos mal que para tolerar el mal de altura y los arrebatos de la política, la inflación y los conflictos sociales por la nacionalización de empresas privadas y los deseos autonomistas de las regiones ricas, los aimaras, ya fuera en los pisitos de La Paz, en las azulinas riberas del Titicaca o en la pampa de Jesús de Machaca, no renunciaban a saborear una marraqueta («pan de batalla»), compartir al sol un mate de boldo o anís, mascar hojas de coca o, simplemente, challar (brindar con alcohol puro) para dar gracias a la vida y esperar un año de abundantes cosechas.
Convencidos de que había llegado la hora de superar los miedos heredados y de que había que encarar el presente con la ilusión recuperada, los descendientes de aquellos indígenas que hasta hace un siglo eran vendidos como esclavos en anuncios de periódico entendían que la vida era un privilegio que merecía la pena vivir, aunque muchos ya se conformaban con sobrevivir. A todos ellos sólo podemos decirles WALIKI (¡Gracias!)».
* Este texto aparece incluido en ‘El beso de la Pachamama’, uno de los tres volúmenes que componen ‘Amarás América’. También ilustró la exposición ‘Kamisaki’, que realizó la fotógrafa Gloria Nicolás en 2009 en la galería Elfotógrafo.