Camila Coimbra

Pintura realizada por la artista brasileña Thamyrys Lisboa (2006)

Pintura realizada por la artista brasileña Thamyrys Lisboa (2006)

En la recepción de GAIA (Grupo de Atención Integral al Adolescente) cada día entraban caras nuevas y en todas advertías iris endemoniados, miradas ásperas, de asco, de ángeles alicaídos. Sentían vergüenza por fuera, pero costaba creer que por dentro no se mostraran aliviados porque alguien les tendiera una mano, dos o las que hicieran falta para desengancharse del infierno de las drogas. Una vez por semana todos los miembros de GAIA asistían a una reunión de equipo donde estudiaban los casos clínicos, tanto los antiguos como los nuevos, y discutían cuál era el itinerario adecuado para el tratamiento de cada paciente hasta conseguir que enfrentara y dominara su adicción. Durante el mes que duraría nuestra estancia en Volta Redonda asistiríamos a las cuatro reuniones como dos miembros más. Podíamos hacer anotaciones y fotografiar sin impedimentos, y nos comprometimos a utilizar nombres ficticios para preservar la identidad de los menores.

(…) Camila no creía en duendes pero, curiosamente, ocultaba un genio atípico. Tenía claro que su futuro sería la pintura. En una habitación del piso de arriba había representado su vida antes y durante su estancia en esta especie de lazareto para repudiados. Ésta era su primera exposición. Subimos con ella y, sin que nadie nos previniera, el estómago se nos retorció al traspasar la moldura de la puerta y hallar a una tropa de muñecas estranguladas, destripadas, mutiladas y caladas de sangre que aún nos turban y nos provocan náuseas. ¿Cómo un ser con una envoltura tan inocente entrañaba la crueldad de un monstruo? Para desear la propia muerte es necesario haber tocado fondo, y esas escenas horripilantes sólo podían existir en la mente de alguien agonizante o, al menos, más influido por el drama que por la fortuna. El agujero al que se precipitó durante una temporada de drogas, ausencia de objetivos vitales y rechazos fraternos fue tan profundo e incierto como el de ‘Alicia en el país de las maravillas’, pero cuando Camila pensó que había despertado de un desgraciado sueño continuaba en el mismo punto muerto: «Me sentía como esas muñecas hechas pedazos». Aquellas Barbies de pesadilla amarradas a sogas vermelhas y violadas por clavos eran el reflejo de la desazón que la vencía, un lamento amortiguado con el efecto placebo de los psicotrópicos que la estaban aniquilando. La única aspiración era renacer, volver a la seguridad del caparazón materno, escudarse en una barriga, encontrar un corazón bombeante al que anudar su cordón umbilical, como los fetos de un solo ojo que en otras de sus pinturas conspiraban por la paz intrauterina. «Me gustan mucho los embriones porque los encuentro perfectos», se sinceraba Camila, quien gracias a la terapia de GAIA había emprendido un viaje forzoso a la superficie de la vida. Quería estudiar, tenía proyectos, una novia a la que arrullar, un otoño por venir…

* Extracto de ‘La curva de los pirilampos’ (Amarás América, 2014), que recoge la experiencia del equipo de GAIA en Volta Redonda (Río de Janeiro, Brasil).