Mitos altiplánicos (¡Te robarán el ajayu!)

Con la antropóloga Luz Jiménez, directora de la Fundación Machaqa, en los chulpares de la necrópolis prehispánica de Chusaqueri. Ruta de Oruro a Cochabamba. 2008

Con la antropóloga Luz Jiménez, directora de la Fundación Machaqa, en los chulpares de la necrópolis prehispánica de Chusaqueri. Ruta de Oruro a Cochabamba. 2008

(…) Por aquella misma carretera por la que avanzábamos a Cochabamba anduvieron decenas de miles de indígenas con dirección a las minas de Oruro y de Potosí. Los caciques al servicio de los reyes españoles seleccionaban a los hombres; los sorteaban para trabajar, construyendo caminos o explotando minas y, por si fuera poco, se les catequizaba. Los obreros que morían eran inmediatamente sustituidos para no rebajar el ritmo de la producción, por lo que se hizo necesaria la esclavitud para mantener las cuentas de la Corona. Decía la hermana Luz citando justamente a Eduardo Galeano en ‘Las venas abiertas de América Latina’ que «de cada diez indios que se marchaban de sus comunidades agrícolas hacia Potosí, siete no volvían jamás y que los caminos estaban tan abarrotados de gente que parecía que se mudaba el reino». A pesar de las amenazas, los jornaleros indios no renunciaron a sus ritos originarios y en aquellas tenebrosas condiciones se las arreglaron para mantener sus costumbres. Nos chocó que Rosemarie Acho nos contara que en la mita minera también se challaba: «Pero tenía que ser de noche y esperar a que callaran los pájaros porque, de lo contrario, los perros los delataban avisando con sus ladridos a los patrones». En estas mismas heladas rutas de la Cordillera, donde aún se cocinaba con los excrementos de los burros y donde los niños habían de caminar varias horas para poder ir a la escuela, nos llamó la atención la existencia de pequeños santuarios abandonados en las cumbres de varios cerros diminutos.

La hermana Luz aparcó la ‘Blanquita’ en el arcén y nos condujo hasta los chulpares de la necrópolis prehispánica de Chusaqueri, rudimentarios templos funerarios con forma de cubo y hechos de tierra y barro que estaban ubicados en colinas con excelente visibilidad donde sólo nos perturbaba el silbido de los tolares. En algunos de ellos aún se conservaban momias precolombinas. La muerte era un ciclo más de la propia vida y los aimaras estaban convencidos de que los espíritus de sus antepasados todavía habitaban estos cerros. La creencia popular decía que en los lugares donde se concentraban fuertes energías había dos circunstancias que podían hacer despertar a los duendes o seres del mundo de abajo: un susto y una caída. Así, desde la perspectiva del kallawaya o médico andino, con un simple sobresalto o traspiés te podían robar el ajayu, que era la energía vital que habitaba en cada persona y que podía salirse del cuerpo y hacerte enfermar hasta provocarte la muerte (…).

* Extracto de ‘El beso de la Pachamama’, incluido en Amarás América (2014), donde relato mis cinco semanas de convivencia con las comunidades aimaras de Bolivia.