
Fotografía tomada por Doña Felisa el 1 de junio de 2008. En ella aparecemos Gloria Nicolás y yo en la Plaza Murillo, en el centro de La Paz.
Doña Felisa Arraya Aramayo es una de las mujeres inamovibles de la plaza Murillo de La Paz y una de las protagonistas de ‘El beso de la Pachamama’, el relato sobre Bolivia recogido en el libro ‘Amarás América’. Por los comentarios que he recibido, su historia es una de las que más han conmovido a los lectores y, sinceramente, estoy con ellos. A mí sigue pareciéndome una de esas heroínas corrientes que pueblan los rincones más desprotegidos de América Latina. Ella es una mujer trabajadora, madre de una sola hija y en 2008 abuela de una nietita, Dama Amelia. Nos encontramos con ella un domingo en la plaza donde se ubica el Palacio Presidencial. Enseguida Gloria se fijó en ella. No es muy habitual en España encontrar a fotógrafos profesionales en las plazas con su Polaroid. Eso forma parte ya de la memoria, como tantas otras cosas. Pero Doña Felisa creía en su trabajo, era lo que estaba haciendo desde los 18 años para sostener a su familia. Coincidimos después otros días con ella. Nos gustaba que nos hablara de sus orígenes españoles, de sus frustraciones y sus añoranzas. Su vida era de película, y encontramos en ella un amor infinito por el trabajo y por la vida. Eso nos cautivó. Nos contó que una vez salió a dar un paseo Evo Morales y se fijó en ella: «¡Quiero que esa señora me tome una fotografía!». Decía que los días de protestas eran días perdidos, y eso en la ciudad de La Paz es de lo más normal. Entre nubes de palomas, con su faldita gris, su visera y su cámara en ristre, Doña Felisa buscaba a sus clientes y parlamentaba con ellos, los orientaba y los aconsejaba. Su sufrimiento iba por dentro. Gloria tomó muchas fotos de ella; yo también. Y decidimos poner una de ellas en un rinconcito de la exposición que organizamos en El Búnker de La Paz con las imágenes de los fotomaratones de los chicos de El Alto y las de los cargadores de frutas y verduras del mercado de El Tejar. Queríamos rendirle tributo por tantos años dedicados a apoyar y prestigiar una profesión en peligro, la del retrato callejero. ¡¡¡¡Gracias Doña Felisa!!!!
En el periódico boliviano ‘Cambio’ he encontrado más información sobre ella, que puede completar vuestro interés. Es un reportaje publicado el 29 de enero de 2012, cuatro años después de nuestro encuentro en La Paz, cuando Doña Felisa ya tenía 67 años. Me encanta este reportaje sobre su vida escrito por la periodista Ivone Juárez Zeballos porque a mí me hubiera encantado tener mucho más tiempo para conocerla a fondo. Gracias a Ivone y a los compañeros del periódico ‘Cambio’ por este regalo informativo.
Doña Felisa: «NO INTERESA CUÁNTO TARDE»
Por Ivone Juárez Zeballos
«Todos los días, a las nueve de la mañana, llega hasta la plaza Murillo, el centro político de Bolivia. Llega muy bien equipada: cámara fotográfica Nikon y una impresora portátil al hombro. Prefiere las horas de la mañana porque es cuando puede tomar las fotos más nítidas. Los días nublados son ideales por completo, pues puede captar todas las tomas que desee. «Soy detallista, me gusta que las fotos salgan bien bonitas, nítidas, y me tomo mi tiempo: mientras mis compañeros toman cuatro fotos yo tomo una, no interesa cuánto tarde. Es que quiero que la gente se vaya contenta, que le guste su foto y vuelva», expresa Felisa Arraya Aramayo, quien desde hace 18 años toma fotografías en la plaza Murillo.
Heredó el oficio de su esposo Luciano Arraya después de que éste muriera, en 1994. La gente que la conoce la trata con cariño y respeto. La reconocen como una mujer trabajadora y adelantada a su tiempo, porque se convirtió en una de las primeras fotógrafas de plaza, y ha sido distinguida por instituciones, como el Comité Cívico de La Paz. «Lo más difícil es buscar a quién fotografiar. Y ahora lo es más porque todos tienen cámara fotográfica, hasta en el celular», responde cuando se le consulta por lo más difícil de su trabajo. Sin embargo, los fines de semana no dejan de ser atractivos para su oficio.
«Espero el domingo como una niña porque viene mucha gente a ver el cambio de guardia en el Palacio de Gobierno y se sacan fotos», manifiesta Felisa mientras mira a su alrededor por si alguien se muestra interesado en perpetuar su paseo por el centro político de Bolivia: la plaza Murillo.
Potosina de nacimiento
Felisa Arraya Aramayo nació en 1945 en la ciudad de Potosí. Es hija de Luciano Arraya Mogrovejo y de Prudencia Aramayo Rodríguez. Luciano era nieto de los españoles Mariano Arraya Álvarez y Tomasa Mogrovejo, quienes llegaron a Bolivia procedentes de Galicia (España) atraídos por la producción de viñedos que —se habían anoticiado— existía en Tarija. En el país se dedicaron a la producción vitivinícola y tuvieron un solo hijo: Luciano Arraya. Mientras que Prudencia Aramayo era potosina de nacimiento, igual que sus padres. Luciano Arraya y Prudencia Aramayo se conocieron y casaron en Potosí. Tuvieron cinco hijos: Julio, Max, Antonia, Felisa y Esperanza. Tenían una vida acomodada porque Luciano era abogado de profesión y tenía un puesto importante en la Prefectura potosina. Sin embargo, la vida de esta familia cambió en 1950, cuando el hijo mayor, Julio Arraya, fue detenido acusado de ser miembro del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), partido político que dos años después, en 1952, sería uno de los promotores de la Revolución Nacional. «Mi mamá se enteró y fue a visitarlo a la cárcel. Cuando llegó a la casa estaba tan impresionada que se enfermó y a los pocos días murió. Los médicos nos explicaron que sufría del corazón».
Felisa quedó huérfana de madre a sus cinco años. Su padre y hermanos se hicieron cargo de su crianza y la de su hermana Esperanza, quienes eran las más chicas. Don Luciano nunca se casó por cuidar a sus hijos y, más bien, decidió adoptar a una niña llamada Eleuteria Calvo Arando, quien se convirtió en la mejor compañía de su familia.
«Con la Eleutita nos pegábamos unas lisoteadas (travesuras) tremendas”, recuerda Felisa mientras su rostro cansado y de expresión triste se ilumina con el brillo de sus ojos al recordar su niñez que disfrutó tanto gracias a Eleuteria y sus hermanos que la cuidaron con mucho amor. “Mi hermana Esperanza, la Eleutita y yo éramos inseparables, como uña y mugre», añade.

Doña Felisa con Gloria Nicolás y yo, retratados por un viandante en la Plaza Murillo, frente al Palacio Presidencial donde trabaja Evo Morales. 2008
“También perdí a mi padre”
Sin embargo, la fatalidad parecía no terminar en la vida de los hermanos Arraya Aramayo. En 1959, después de nueve años de haber perdido a su madre, también perdieron a su padre, don Luciano, quien al levantar un peso excesivo desarrolló una hernia que le quitó la vida en una semana. “En el momento que ya era feliz también perdí a mi padre”, lamenta esta mujer que hoy tiene 67 años. Pero la desgracia no termina ahí porque Felisa y sus hermanos quedaron solos con muchas responsabilidades, entre ellas la casa donde habitaban, la que por falta de pago de impuestos les fue expropiada por el Estado.
Profesora a los 19 años
Felizmente, unos parientes por parte de su madre que vivían en Tarija se llevaron a Felisa y sus hermanos a vivir con ellos. Felisa terminó sus estudios escolares en esa ciudad e ingresó a la normal de Canasmoro, de Tarija, donde a sus 19 años se graduó como profesora. «Es que en esos tiempos no era necesario salir bachiller para ingresar al magisterio», explica.
Y a sus 19 años también tuvo su primer trabajo como profesora en una escuela rural de Tarija, hasta donde llegaba en ancas de burro en 12 horas de viaje. Debido a su joven edad, una comunaria del lugar llamada Alicia se dedicó a cuidarla y casi protegerla, sin retribución pecuniaria alguna. “Ella me llevaba y traía. Me acompañaba a cobrar mi sueldo y me hacía comprar querosén para las lámparas y dulces para los niños. Tenía 17 alumnos y mi sueldo era alto porque los maestros ganaban bien entonces. Como no podía ver a mi familia porque estaba muy lejos, destinaba casi la mitad de mi sueldo a mis alumnos”, dice Felisa.
A Julio siempre le pareció demasiado riesgoso que su hermana menor fuera a trabajar a un lugar tan lejano, así que apenas pudo se la llevó nuevamente a Tarija. Además, Alicia le había alertado de que Felisa corría cierto riesgo por su juventud.
Desaparecida en Oruro
Felisa al final se conformó con dejar el magisterio y se quedó con sus hermanas. Mientras tanto, Julio, su hermano mayor, también maestro de profesión, decidió radicar en Oruro, donde daba clases en el colegio Aniceto Arce.
La entonces adolescente profesaba un gran amor por sus hermanos mayores porque habían ocupado el lugar que sus padres habían dejado. Los extrañaba mucho, sobre todo a Julio. Así que un día, sin dar mayores explicaciones, se embarcó rumbo a Oruro a buscarlo; sin embargo, él había tomado vacaciones y no pudo encontrarlo.
“No sabía qué hacer porque no tenía dinero para regresar a Tarija. Me fui a caminar por el mercado Bolívar y le pregunté a una señora si sabía de algún trabajo para mí. La señora señaló hacia un joven que estaba parado en la entrada del mercado diciéndome que él podía ayudarme porque conocía a todos y sabía de todo”.
—Joven, buenos días. Soy de Tarija y he venido a buscar a mi hermano, pero no lo puedo encontrar. No tengo ni para el alojamiento de esta noche ni para comer. Una señora me dijo que usted podía ayudarme— le dijo Felisa al joven que estaba parado en la puerta principal del mercado Bolívar.
—¡Sí!— le respondió el hombre y le pidió que lo esperara.
Felisa vio cómo el joven desapareció entre la muchedumbre del mercado y se quedó preocupada. Las lágrimas nublaban sus ojos, hasta que escuchó una voz que le dijo:
—Señorita, si no encuentras nada te puedes quedar esta noche en mi casa.
La voz era de una vendedora de pan, quien, sin conocerla, pero conmovida por su desesperación, le ofreció ayuda.
Felisa aceptó, pero su intranquilidad no cedía. Estaba asustada.
El día casi terminaba cuando la vendedora de pan se dirigió nuevamente al joven que estaba parado en la puerta del mercado Bolívar para insistirle:
—¡Joven Luciano, la señorita está buscando trabajo! —le dijo.
—¡Aaah! Ya le he encontrado trabajo con las monjitas —respondió sonriente el muchacho acercándose a Felisa.
“Me llevó a una especie de convento donde cuidaban a niños huérfanos. Estaba cerca del faro Conchupata de Oruro. Una monjita salió a recibirnos y ese joven que me llevó, sin conocerme, le dijo que yo sabía hacer de todo. Cuando la monjita supo que era profesora me dijo: ‘Aquí puedes enseñar a los niños’”.
El lugar al que se refiere Felisa es el hogar de niñas Penny de Oruro, que aún es administrado por la congregación religiosa Amor de Dios. No recuerda con precisión el lugar ni dónde estaba ubicado porque estuvo seis meses casi recluida sin poder comunicarse con sus hermanos. “Como era tan joven, las monjitas me cuidaban mucho y no me dejaban salir”, recuerda.
Y el joven que tan comedidamente le ayudó a encontrar trabajo era Luciano Arraya, quien, unos años después, se convertiría en su esposo. Tenían el mismo apellido paterno, pero no existía entre ellos ningún tipo de parentesco.
El reencuentro con sus hermanos
Una de las pocas oportunidades en que Felisa pudo salir del Hogar de Niñas Penny fue un día que la llevaron a pedir limosna al mercado Bolívar. Caminaba junto con una religiosa cuando, entre el gentío y una gran confusión, escuchó una voz familiar que gritaba su nombre. Se trataba de su hermano Julio, quien la había reconocido entre la muchedumbre. Vanos fueron los intentos de su hermano por separarla de las religiosas, ya que éstas exigían que se identificara y demostrara su parentesco. Tuvo que ir hasta el hogar y con documentos en mano demostrar que Felisa era su hermana. Finalmente, las desconfiadas monjitas aceptaron y dejaron ir a su maestra de apenas 20 años.
Julio la llevó a Tarija para que se encontrara con sus hermanos, quienes, tras su desaparición repentina, se habían imaginado lo peor. “Nos abrazamos todos llorando, pero ya estábamos felices porque estábamos todos juntos”.
Sin embargo, el destino de esta mujer no era quedarse en Tarija, porque su hermano Julio decidió llevársela a Oruro.
—Si ella fue a buscarme a Oruro es porque me quiere y se va a ir conmigo a Oruro —les dijo a sus hermanos.
Casada con Luciano Arraya
En Oruro, Julio buscó a Luciano Arraya, quien había ayudado a su hermana a encontrar el trabajo en el hogar de niñas. Le agradeció por su ayuda, comenzó a frecuentarlo como amigo y lo encaminó para que estudiara y aprendiera un oficio. Arraya se inclinó por la fotografía. «Nunca pensó en nada con él, pero un día me pidió matrimonio. Yo no acepté porque quería ser soltera, pero ya había hablado con mi hermano Julio y nos casamos cuando yo tenía 22 años”.
Felisa Arraya se casó con Luciano Arraya en 1967 y se quedaron a vivir en Oruro, pero a los dos años decidieron residir en la ciudad de La Paz para iniciar una nueva vida. Felisa ya había estado en La Paz años antes, cuando llegó a visitar a su hermana Esperanza, quien residía en la ciudad. “Vine a conocer La Paz y era una hermosura, me gustó tanto y me quedé con ganas de quedarme. Pero fue casi a los cinco años que recién me vine con mi esposo”.
En la sede de gobierno, en 1968, Luciano se dedicó de inmediato a la fotografía y, junto a Edmundo Melgarejo, fue uno de los primeros de su oficio en la plaza Murillo. Mientras tanto, Felisa atendía una tiendita en su casa, en las inmediaciones del puente Avaroa de la zona este de La Paz.
Incursión en la fotografía
En la época en que Luciano Arraya incursionó en la fotografía —recuerda Felisa— pocos se dedicaban a este oficio en la ciudad de La Paz, es por eso que la agenda de trabajo de su marido siempre estaba llena, al extremo de que un día, ante la imposibilidad de asistir a un bautizo, le pidió que le ayudara yendo a cumplir un contrato.
—Tengo dos fiestas, un matrimonio y un bautizo. Tú irás al bautizo —le indicó mientras le explicaba cómo tenía que manejar la cámara fotográfica.
Felisa cumplió con la recomendación y descubrió que se trataba de un excelente negocio.
“Así comencé a trabajar con él y me gustó mucho el trabajo”, dice.
Entonces aún no había nacido su hija Sandra Gabriela. Ella llegó cuando Felisa estaba por encima de los 30 años.
En 1994 murió su esposo y Felisa se quedó sola con su única hija, que en ese entones tenía 11 años. Al ver su situación de necesidad, Edmundo Melgarejo, y otros de los pocos fotógrafos que trabajan en la plaza Murillo le sugirieron que se quedara en el lugar de su marido. Como ya conocía del oficio, acepté.
Su primer día de trabajo en la plaza estuvo marcado por el nerviosismo. Llegó a la plaza en la mañana, cargaba en el hombro todo el equipo de fotografía de su esposo.
“Quería escaparme porque todos me miraban. Algunos hombres me insultaban diciéndome que era una barzola”, recuerda.
Con el paso de los días, los comerciantes del kilómetro cero de La Paz se acostumbraron a su presencia y no faltaron quienes le tendieron la mano.
“La plaza es mi segunda casa”
“La plaza es como mi segunda casa. Paso en ella tanto tiempo y todos son como mi familia. Nos ayudamos entre nosotros. Cuando alguien está en necesidad nos unimos para ayudarlo”, expresa.
Es que en la plaza Murillo Felisa vivió lo que tal vez jamás imaginó que viviría cuando era niña y era tratada con tanto amor por sus hermanos, o cuando era joven y se formaba para profesora; sin embargo, ha sabido enfrentar lo que le tocó y lo hace con empeño y dedicación. La paciencia y cuidado que le pone a las fotografías que toma son una muestra de eso, igual que su forma de ver la vida, de aconsejar a los jóvenes y a los que son sus amigos.
Hoy tiene 67 años y está casi completamente sola en el mundo. Sus hermanos mayores Julio, Max y Antonia murieron hace años. Julio y Antonia víctimas de un mal del corazón, del que también padece Felisa, y Max de una insuficiencia renal. “Solo quedamos mi hermana Esperanza, yo y la Eleutita. Siempre estamos en contacto, sintiéndonos y viendo que nuestros sobrinos están bien”. Eleuteria Calvo Arando nunca dejó a los hermanos Arraya Aramayo. No se casó porque encontró que su familia eran los hijos de Antonia Aramayo, a quienes cuida desde que ella murió.
Felisa vive con su hija Sandra Gabriela, quien se casó y le regaló dos hermosos nietos a los que ama con todo su corazón: Dana, que tiene cuatro años, y Álex, de uno. “Mi único sueño es ver a mi nieta cumplir 15 años”, afirma.
FIN