(…) En el DF, «esa ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mineral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, de acantilados carnívoros (…), ciudad rígida entre el aire y los gusanos, ciudad vieja en las luces, vieja ciudad en su cuna de aves agoreras, ciudad nueva junto al polvo esculpido, ciudad a la vera del cielo gigante (…)«, como describió Carlos Fuentes en ‘La región más transparente’, las jornadas se encogían con avaricia y la sensación de que el tiempo corría era incesante. Por las mañanas asistía a una asignatura diaria de supervivencia en La Pastora y por las tardes buscaba otros placeres en rincones que me sugerían mis anfitriones chilangos o que a veces descubría sin previsión. A pesar del cacareado machismo, México era un país de mujeres de armas tomar. Además de la Virgen de Guadalupe, de ‘La Malinche’ y de ‘La Corregidora’, Josefa Ortiz de Domínguez, una de las conspiradoras de la Independencia, los mexicanos adoraban a una monja mística, cantora de amores inoportunos («si daros gusto me ordena/ la obligación, es injusto/ que por daros a vos gusto/ haya yo de sentir pena»), Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), la décima musa, autora de un sinnúmero de villancicos, romances, sonetos, loas y entremeses descaradamente picantes, y a una morena comunista cejijunta y malhablada, la extravagante Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón.
Hija de Guillermo Kahlo, un fotógrafo judío de origen húngaro, y de Matilde Calderón, una «muy buena guardadora de centavos» oaxaqueña, la obra pictórica de Frida ha gozado de reconocimiento universal, con cotizaciones impensables en las primeras casas de subastas de Londres, Nueva York y París, pero su vida transcurrió más bien en un segundo plano, a la sombra del temido muralista mexicano Diego Rivera.
Entre las calles Londres y Allende, la Casa Azul del barrio de Coyoacán (‘lugar de coyotes’), donde Frida nació, vivió con Rivera entre 1929 y 1954 y murió a los 47 años, atesoraba los recuerdos más íntimos de la artista, que conquistó a aquel «viejo panzón» que solía llevar sombreros Stetson, zapatos de minero y cinturones anchotes haciéndolo bajar de un andamio para mostrarle unos cuadros y preguntarle si podía vivir de la pintura.
Ella lo encontraba «bondadoso, cariñoso, sabio y encantador», a diferencia de sus amigas de la Escuela Nacional Preparatoria, que lo describían como un ser «barrigón, mugriento, de aspecto horrible». Eso a Frida no le importaba: «Lo lavaría y limpiaría». (…)
* Extracto de ‘El abismo chilango’, primera parte de ‘Amarás América’ (Look2print, 2014), del periodista Manuel Madrid (@manuelmadrid_lv)