Un día en la vida de don Hilarión Mamani

Inauguración de la exposición 'Aparapitas', en la sala El Búnker. La Paz, Bolivia. 2008

Inauguración de la exposición ‘Aparapitas’, en la sala El Búnker. La Paz, Bolivia. 2008

‘De aparapitas a ciudadanos: un día en la vida de don Hilarión Mamani y los ‘cariñositos’ de El Tejar’ fue el título de la exposición de fotografías de Gloria Nicolás con la que la Fundación Machaqa Amawt’a quería poner voz y rostro a los cargadores de La Paz. La exposición se inauguró en la sala El Búnker, en la avenida Arce de La Paz, y después se exhibió en otros centros artísticos de la capital boliviana. Escribí este texto que incluyo en ‘Amarás América’, fruto de nuestro encuentro con la Asociación de Cargadores de La Paz. Acompañamos a Don Hilarión en una de sus jornadas de trabajo y aquí os presento el resultado. Unas condiciones de vida durísimas, agravadas por la discriminación social.

Un día en la vida de don Hilarión Mamani y los ‘cariñositos’ cargadores de La Paz

Por  Manuel Madrid

El ladrido de fieros perros guardianes, el chasquido de las piedras que pisa al caminar y las sombras que proyecta su cuerpo en los muros de adobe del vecindario mantienen a don Hilarión Mamani Tipula despierto como a un puma en la espesura de la noche. Son las 03.00 de la madrugada y hace tiempo que la bruma se apoderó de Villa Ingenio. Por las calles de este destartalado barrio de El Alto sólo transitan obreros tempraneros, cholitas con sus aguayos a rebosar, algún que otro ratero embriagado y muy pocas movilidades. Entre la zona del río Siq’i (río empapado), donde ha construido un modesto hogar para su esposa Inocencia Katari y sus seis hijos, y la parroquia del Espíritu Santo, en la avenida Edgar Ibarra, donde está la terminal del minibús a La Ceja, don Hilarión apenas tarda veinte minutos. Dos bolivianos (moneda nacional) y una hora después, este carretonero oriundo de la comunidad de Quilima, en la provincia de Camacho (Departamento de La Paz), llega temprano a El Tejar, considerado el mayor mercado al aire libre de compra y venta de frutas y verduras de la ciudad de La Paz. Antes de comenzar la faena, don Hilarión saluda a la casera del puesto de comidas y a sus compañeros: «Buen provecho, hermanos», y cumple con su ritual mañanero: un mate de perejil hirviendo, con un chorro de limón y dos piezas de pan para sopar. «Esta es mi rutina diaria, dicen que es bueno para el resfrío», alega con sabiduría este cargador (‘aparapita’ en aimara) de 47 años, educado, afable y de fácil sonrisa, que quedó huérfano siendo un niño y decidió emigrar a la ciudad hace diez años para prosperar en la vida. «En el campo no tenía propiedades grandes que cultivar y ya no encontraba la platita. Me faltaba el recurso para los hijos, por eso me vine. Empecé a trabajar como cargador a lazo o pita y luego ayudando a descargar productos en una tienda. Aquí en El Tejar llevo seis años y gracias al sacrificio de mi trabajo, pues tengo que trasnochar y hay veces que hay que descargar a las once de la noche y no puedo ir a dormir con mi familia, pude comprarme un terreno en Villa Ingenio y hacerme una casa. Si me hubiera quedado en Quilima seguro que me habría ido peor».

Don Hilarión Mamani, abriéndose paso con su carrito de carga en el mercado de El Tejar. La Paz, Bolivia. Foto: Manuel Madrid

Don Hilarión Mamani, abriéndose paso con su carrito de carga en el mercado de El Tejar. La Paz, Bolivia. Foto: Manuel Madrid

Toneladas de fruta de los Yungas y del Chapare
Aún no ha amanecido en La Paz, aunque en las empinadas travesías que forman El Tejar se advierte ya el ajetreo de camiones repletos de toneladas de mandarinas, plátanos, papayas, piñas y toda clase de frutas de temporada procedentes de la región de los Yungas y del Chapare. Los mayoristas, conocidos también como ‘rescatiris’, compran las frutas en el mismo árbol (6.000 naranjas de los Yungas salen a 30 bolivianos), las trasladan por carretera hasta El Tejar (el transporte hace que se incremente después el costo en el mercado) y las venden a comerciantes y tenderos de la capital y de todo el Departamento de La Paz. Junto a la calle Reyes Cardona está el almacén de la Agencia de Frutas Agroyungas, donde don Hilarión tiene su base de operaciones. En este local guarda su carro de ruedas y los dueños le han habilitado incluso un camastro para descansar. Desde aquí se ocupa de transportar alimentos y personas, ya que a veces también tiene que montar sobre las cargas a los caprichosos propietarios de los bultos, «como si se tratara de un taxi».

El precio de cada carrera que hacen los cargadores de El Tejar depende de las bolsas que acarreen –diez bultos equivaldrían a diez bolivianos, menos de un euro–, aunque don Hilarión admite que nunca ha llegado a ganar más de setenta bolivianos en una jornada. Salvando mayo, junio y julio, meses abundantes en cosechas de frutas y verduras, el resto del año los cargadores sobreviven con pequeños servicios y compaginan esta labor con otras actividades. «Un buen día puedo ganar de treinta a cuarenta pesos, pero otros sólo consigo veinte pesos. Hay veces que los clientes regatean mucho el precio y otras en las que te regalan diez mandarinas, pero eso no ocurre todos los días…».

Carretonero de la Asociación 15 de Febrero. La Paz, Bolivia. Foto: Manuel Madrid

Carretonero de la Asociación 15 de Febrero. La Paz, Bolivia. Foto: Manuel Madrid

«Los carros me han salvado la vida»
Ninguno de los carretoneros ha amasado fortunas con este desempeño profesional, pero todos coinciden en que este trabajo les ha permitido salir adelante con decencia. Con 62 años, Paulino Loaysa es uno de los veteranos de El Tejar. A pesar de que ya cobra la Renta Dignidad (200 pesos) del Gobierno para asegurar “una vejez con felicidad”, este atlético anciano no se puede permitir el lujo de dejar de luchar y confiesa que toma vitaminas para poder tirar del carro, popular por su estruendosa bocina. Una de sus primeras clientas de la mañana es una vendedora de Copacabana, que precisa trasladar hasta la parada de autobús nueve sacos repletos de plátanos y una jagua con mil mandarinas. “Estas mujeres”, recalca Paulino, “se dan de morros para que sus cargas lleguen completas, por eso hay que amarrarlas y asegurarlas a la perfección porque hay que atravesar varias cuadras y el camino a veces es bien dificultoso, ¿no ve? Eso lo aprendí cuando tenía 18 años nomás y empecé a cargar con sogas en la espalda. Los carros de ahora me han salvado la vida”.

Para el resto de compañeros de don Hilarión y don Paulino, la jornada arranca sin demasiado optimismo, aunque conforme avanzan los primeros rayos de sol en El Tejar la cosa se anima. ‘El Cholo Juanito’, como apodan a Juanito Gutiérrez en homenaje al cómico aimara de origen peruano, ha ejercido casi toda su vida profesional como panadero, aunque a sus 68 años cada mañana sube y baja cuestas sin parar como si fuera un mocito. “Cuando murieron los dueños de la panadería me tuve que buscar la vida, como le ha ocurrido a hartos de nuestros hermanos cargadores…”. A Frances Vargas no le llaman por su nombre. Los vendedores de El Tejar le conocen como ‘Soldado’ o ‘Sombras’, tal vez por su disciplina y su tez morena. Tiene 30 años y tres hijos, y compagina su trabajo de albañil con el de cargador. Su mayor anhelo es poder conseguir un prestamito para construirse una casa y comprarse algún día un vehículo para dedicarse a hacer mudanzas de muebles.

Cargamento de papayas en el mercado de El Tejar. Foto: Manuel Madrid

Cargamento de papayas en el mercado de El Tejar. Foto: Manuel Madrid

El reglamento prohíbe tomar
Con el correr de los años los cargadores se han profesionalizado hasta el punto de establecer su propio reglamento de trabajo. De hecho, los carretoneros tienen estipulados los precios de las carreras (dos pesos por bulto, pero rara vez los clientes lo respetan) y una de sus normas básicas es la prohibición de transportar fruta después de haber tomado alcohol ya que aducen que el tufo del mal aliento hace pudrir antes los alimentos. En los próximos meses también tienen previsto uniformarse con un mismo ‘overol’ y botas a conjunto.

Con la precisión de un bibliotecario, Andrés Chuquimia ordena en su carro un cargamento de plátanos del valle de Cochabamba. “Hay que armarlos convenientemente para que no se caigan y hasta ahora nunca me ha ocurrido”, garantiza a sus 62 años este nativo de la provincia de Manco Kapac. A su lado, un grupo de mujeres se arremolina ante un camión cargado con 40 quintales de papaya cuando llega Pedro Condori. La construcción ha sido su mundo, pero a sus 66 años carga con todo lo que se presente. Era capataz de una empresa contratista y pinta, pone parquet, etc. Pero en los meses de la campaña de la fruta maneja su carro con absoluta pericia. La mayoría de los cargadores van contrarreloj ya que la Alcaldía de La Paz sólo permite realizar las descargas de los camiones hasta las nueve de la mañana, hora en la que también levantan sus puestos las vendedoras ambulantes de la travesía del cementerio. De hecho, el Gobierno Municipal tiene en proyecto trasladar este mercado del barrio paceño de El Tejar hasta la urbe vecina de El Alto ante las quejas de las comunidades vecinales para ‘descongestionar’ la ciudad de tanto ruido y tráfico pesado.

Puesto de especies en el mercado de El Tejar. La Paz, Bolivia. Foto: Manuel Madrid

Puesto de especias en el mercado de El Tejar. La Paz, Bolivia. Foto: Manuel Madrid

Apoyo a la alfabetización y al asociacionismo
Germán Cáceres, responsable del Programa de Apoyo a la Iniciativa Barrial (PAIB) de la Fundación Machaqa Amawt’a, calcula que en El Tejar trabajan alrededor de 65 cargadores. El grupo más numeroso es el de los carretoneros, que gracias a la Fundación han constituido recientemente la Asociación 15 de Febrero, aunque también hay manteleros (cargan y descargan con mantas) y sogueros (transportan los bultos en la espalda amarrados con sogas), que suelen echarse en el cuerpo incluso el doble de su peso. “A través de la Fundación Machaqa –expone Germán Cáceres– buscamos mejorar la calidad de vida de estos trabajadores apostando por la labor educativa y organizacional, y por la diversificación laboral ya que no es un trabajo muy respetado. En concreto, estamos capacitando a los cargadores para que puedan ejercer sus derechos como ciudadanos; estamos fortaleciendo su organización y legalizando su funcionamiento y ya hemos conseguido dotar de personalidad jurídica a su agrupación, y queremos ayudarles a incrementar sus ingresos económicos”.

Muchos de los cargadores de la Asociación 15 de Febrero han formado incluso un grupo, ‘Los Cariñositos de El Tejar’, para participar en una de las entradas folclóricas de la ciudad y desde hace tres años siempre sacan un premio con su danza de los ‘Auqui, Auqui’, con la que hacen una sátira de los ancianos aimaras bailando agachados con una mano en la cadera derecha simulando achaques y la otra agarrando un bastón muy retorcido con el cual golpean el suelo al compás de la música (emplean pinquillos) lanzando gritos.

«A veces son tratados como animales de carga»
Con su participación en estos desfiles la sociedad paceña ha empezado a respetarlos. Sin embargo, a pesar del esfuerzo físico y de su utilidad social, lo cierto es que los cargadores son uno de los colectivos peor valorados en Bolivia ya que, según denuncia Germán Cáceres, en una escala social sólo superarían en prestigio a los mendigos. «A veces son tratados como animales de carga», recrimina Germán Cáceres. «Muchos de ellos han vivido procesos de discriminación social porque la gente les riñe y les increpa ya que en sus carreras tienen que sortear toda clase de obstáculos, cruzar baches y charcos, pasar entre los autos y eso, obviamente, hace que se desgasten muchísimo física y emocionalmente».

Señora con bombín. El Tejar, La Paz. Foto: Manuel Madrid

Señora con bombín. El Tejar, La Paz. Foto: Manuel Madrid

Para combatir la exclusión que amenaza a estos trabajadores y asignarles un mayor protagonismo social, la Fundación Machaqa está ofreciendo, en cooperación con la institución inglesa Christian Aid, cursos de alfabetización para cargadores, en los que se les enseña a leer y escribir aprovechando periodos de descanso en sus tediosas jornadas de trabajo. Don Hilarión fue uno de los beneficiarios de este programa y, de hecho, en su casa de Villa Ingenio exhibe con orgullo, junto a su chicote, que evidencia que fue una autoridad en su comunidad rural, el Certificado de Participación en el Programa de Alfabetización ‘Yo si puedo’, firmado por el mismísimo presidente de la República, Evo Morales. Ahora, don Hilarión está preparándose para convertirse en líder alfabetizador, una figura indispensable para extender el conocimiento a otros cargadores y vendedoras ambulantes de El Tejar.

«Uno de los empeños de la Fundación Machaqa es dar alternativas a estos trabajadores de la calle, ya que aunque para muchos de ellos es una ocupación pasajera no todos logran escalar socialmente», incide Germán Cáceres, quien avanza que en los próximos meses y dentro del proyecto ‘De la exclusión al protagonismo’ se impartirá un taller de cerrajería para cargadores, con el apoyo de la Asociación 15 de Febrero, que cede el local. En el caso de las vendedoras ambulantes, la Fundación cuenta con un programa de formación para que estas mujeres puedan labrarse un futuro como criadoras de chanchos (cerdos) y productoras de polleras de chola paceña, de mantas y chompas. En este momento ya hay 275 participantes y el número aumenta cada temporada antes las expectativas creadas en este colectivo marginal.

La sonrisa de Rosa Mamani
Más allá de las nueve de la mañana, la hora límite para las descargas de camiones, don Hilarión corre cuesta abajo por la paralela al cementerio sin desprenderse de su gorra, ni de su chompa grisácea ni de su cálido chaleco. «Tenía que llegar a tiempo para que no se escapara el autobús y lo he conseguido. Haré dos carreras más y ya basta por hoy…», nos promete mientras se seca el sudor y remedia el cansancio bebiendo un jugo de pomelo. Para el camino de vuelta a casa, la misma rutina. Dos minibuses, otros dos bolivianos y una larga caminata hasta su refugio familiar, donde aguarda su esposa Inocencia. «Ella se ocupa de la casa y de los hijos, si no estarían abandonados», comenta pensando especialmente en Rosa, la más pequeña de la casa, que fue secuestrada a apenas escasos metros de su vivienda y estuvo cerca de diez meses retenida por unos desconocidos sin contacto con su familia. «La buscamos durante un mes y dos semanas y nos hemos gastado toda la plata», suspira Don Hilarión, a quien le parece un milagro que la niña apareciera con vida casi un año después de su cautiverio. Rosa tenía dos años y siete meses cuando desapareció y ya había empezado a hablar. Gracias a una carta, enviada a un canal de televisión por un anónimo en la que se informaba de que una vecina tenía una hija que no era suya, la Defensoría de la Niñez se hizo cargo del caso y contactaron con don Hilarión hace apenas un año. “A mi niñita no le pasó nada, pero estuvo nueve meses y tres semanas viviendo con unos desconocidos. Todavía no sabemos quiénes son los secuestradores. Era tan pequeña que cuando nos la devolvieron no nos reconocía. Ahora es la más querida de mi casa, es bien vivita…”.

Para don Hilarión y el resto de los cargadores de El Tejar todo es soportable en la vida con tal de que la pizpireta Rosa vuelva a sonreír.

* Extracto de ‘El Beso de la Pachamama’, incluido en ‘Amarás América’ (Look2print, 2014), el libro de viajes por México, Brasil y Bolivia del periodista Manuel Madrid.

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