» (…) El Alto nos resultaba descorazonador por momentos. Nos extrañó especialmente que muchos de los chavales no conocieran a sus vecinos. En realidad, era complicado puesto que la mayoría de las viviendas parecían penitenciarías, fortines cercados con muros de ladrillo rojo y adobe para disimular el malestar o bienestar de sus moradores. Nada de ostentación ni de lujos con tal de disuadir a los ladrones. Y para ello empleaban hasta muñecos que colgaban de las farolas de cualquier esquina con mensajes amenazantes: ‘Ladrón sorprendido, serás quemado vivo’. Eso rezaban los cartones de los ahorcados de los «barrios fantasmas» de El Alto, como los identificó una alumna, Carla Wendy. En las descripciones, evitaban dar pistas de la ubicación de sus casas. Solo aportaban detalles como un cruce de calles, el taller del cambiador de llantas, la parada del minibús o rincones frecuentados por pandilleros. El Alto escondía historias merecedoras de ser contadas y era curioso el escaso interés que ofrecía la vida para estos adolescentes. Nuestra misión iba a ser la de ayudarles a cambiar esa percepción metiéndolos en el rol de un reportero. Y la experiencia requería de ciertos conocimientos básicos pero, sobre todo, de su colaboración.
Los miembros de la Fundación Machaqa y los propios alumnos de los talleres de Fotoperiodismo nos fueron descubriendo la historia de El Alto a través de observaciones espontáneas. Ciudad subordinada a La Paz, aunque con gobiernos municipales independientes, El Alto había registrado el mayor crecimiento de población de Bolivia en las últimas décadas. El censo bordeaba en 2008 los 850.000 habitantes cuando a mediados de siglo XX apenas anidaban en esta planicie a 4.000 metros de altitud, ligeramente por encima de su vecina paceña, 11.000 personas. Inmigrantes campesinos del Altiplano, de etnia aimara, fueron asentándose en este lugar al norte de La Paz, que desde los tiempos de la Colonia española había sido un nudo propicio para los intercambios comerciales. Aquí pernoctaban los campesinos que venían a realizar tratos en la ciudad y almacenaban las mercaderías que distribuían después a otras urbes andinas. A partir de los años 60 y por la propia pobreza crónica que arrastraron las mayorías en Bolivia, El Alto empezó a recibir poblaciones desplazadas de La Paz que no conseguían en la capital un espacio para hacerse una casa. Entonces se proyectaron los primeros planes de vivienda y se organizaron en villas y barrios por gremios (mineros, militares de las fuerzas aéreas, empleados de fábricas, funcionarios, maestros, etc.). Muchos de ellos eran indios criados en la ciudad que cada vez tenían menos vínculos con las comunidades campesinas de las que procedían las generaciones de sus padres y abuelos. Decían en Bolivia que «si la ciudad de El Alto es un aguayo multicolor, la pampa o color de fondo es principalmente aimara». Y no encontramos razones para la discrepancia. Había muchas coincidencias: los apellidos (Mamani, Choque, Condori, Tarqui, Quispe, Huanca, etc), el sentimiento de pertenencia a la comunidad, las relaciones de parentesco y padrinazgo, los rituales y fiestas relacionadas con el calendario agrícola, las redes de supervivencia económicas y festivas, la organización de ferias y mercados en la calle… No era casual que todo eso hubiera logrado mantenerse en el tiempo y, lejos de extinguirse, parecía haber un renovado empeño de los alteños por mantener esas correspondencias con las raíces de su cultura. Poco a poco fuimos encontrándonos con ellas, sin buscarlas intencionadamente, aunque siempre parecía haber secretos por desvelar (…)».
* Extracto de ‘El beso de la Pachamama’ (‘Amarás América’. Look2print, 2014), de Manuel Madrid (@manuelmadrid_lv)