‘Amarás América’ en Ababol (La Verdad)

Especial sobre ‘Amarás América’ publicado en ABABOL, el suplemento de artes, letras y ciencias de La Verdad, en su edición del 1 de marzo de 2014. Bajo el título ‘La alegría del Trópico’, el periódico dedicó cuatro páginas al lanzamiento de esta publicación. Desde aquí quiero agradecer especialmente la implicación de Alberto Aguirre de Cárcer, director de ‘La Verdad’; de Patxi Larrosa, jefe de Opinión y coordinador de ABABOL, y de Mar Saura, jefa de Arte de ‘La Verdad’ por todas las atenciones y facilidades para que se publicara un anticipo de esta obra con una portada que seguro que os emocionó.  

A continuación, os presentamos el trabajo tal y como se publicó. También se puede consultar íntegramente en la web www.laverdad.es pinchando en este enlace: http://ababol.laverdad.es/libros/5272-la-alegriadel-tropico

Mural en La Pastora, en la Sierra de Guadalupe (México DF). Foto: Manuel Madrid

Mural en La Pastora, en la Sierra de Guadalupe (México DF). Foto: Manuel Madrid

Extracto de ‘Amarás América’ (Look2print, 2014)

LA ALEGRÍA DEL TRÓPICO. El periodista Manuel Madrid da muestras de su calidad narrativa en ‘Amarás América’, un libro de crónicas sobre México, Bolivia y Brasil. ‘Ababol’ ofrece hoy un anticipo de esta obra, con un extracto que rememora el exilio del pintor murciano Ramón Gaya y de otros 28.000 «intelectuales de fuste» (01/03/14)

(…) Cuando los mexicanos querían rescatar sus culturas originarias había un personaje que a menudo surgía en las conversaciones: el poeta Netzahualcoyotl (1402-1472), hijo del sexto señor de los chichimecas, Ixtlixóchitl, y de la princesa Matlatzíhuatl, y heredero del señorío de Acolhuacan. Después de ver cómo su padre era asesinado por los guerreros del señor de Atzcapotzalco y cómo él fue después subordinado por el hijo de Tezozómoc, se armó de valor y arrastró a otras ciudades descontentas para reconquistar su reino, sellar una triple alianza con los soberanos de Tenocthtitlán y de Tacuba, y abrir una etapa de estabilidad y esplendor.

El entronado monarca de la ciudad-estado de Texcoco, en uno de sus poemas -‘Nitlayocoya’ (‘Estoy triste’)-, describía el Valle de México como «esa región donde de algún modo se existe». Y no le faltaba razón a Netzahualcoyotl; este profético cantor de la vida, que fue perseguido desde su adolescencia y guerreó contra ávidos villanos por mantener su hegemonía en los legendarios dominios de Quetzalcóatl, auguró tiempos adversos en los que las yemas preciosas que cultivaron sus antepasados serían cortadas a tajos y sus tierras de Anáhuac matizadas con «flores que causan vértigo».

Netzahualcoyotl, el rey que hizo florecer la cultura y la amistad en el lago de Texcoco, que colmó sus palacios de miles de cedros gigantes y plantas exóticas, que levantó escuelas y bibliotecas para que se mantuviera la pureza del náhuatl y se instruyeran historiadores, filósofos y poetas, aquel augusto jerarca que repartió por calles los oficios y organizó el reino de Texcoco en pequeños feudos con autonomía para su gobierno, con un cuerpo de leyes y ordenanzas que hacían cumplir cuatro consejos (Asuntos Civiles y Criminales, Música y Ciencias, Guerra, y Hacienda), que cada 80 días reunía a su familia y a los señores feudales para recordarles el camino de la virtud, el rey obsesionado con la transmisión al pueblo de las doctrinas y conocimientos más elevados, aquel que denostaba los sacrificios humanos en el Templo Mayor y que presagiaba aquello de «tendremos que desaparecer, nada habrá de quedar», «águilas y tigres,/ aunque fuerais de jade,/ aunque fuerais de oro/ también allá iréis,/ al lugar de los descarnados», ese iluminado que alentaba a los texcocanos al estudio del cosmos y al culto a Tezcatlipoca, el dios del espejo oscuro humeante; aquel fecundo jefe -tuvo, al menos, 60 hijos varones y 57 hembras- que embelesaba con palabras profundas… aquel sujeto fue quien trajo la prosperidad a la isla de Texcoco y, por extensión, al Valle de México. De sus hazañas se beneficiaron los súbditos de su primo Moctezuma Ilhuicamina de Tenochtitlán, a quien al morir en 1469 dedicó cánticos alabando la belleza de la ciudad: «He llegado acá, donde están erguidas las columnas de jade, donde están ellas en fila, aquí en México, donde entre aguas negras se yerguen sauces blancos…».

Netzahualcoyotl, a la vez trovador y adivino, falleció en 1472 legando al pueblo una sabiduría que sus herederos salvaron del afilado florete invasor que vendría del otro lado del Atlántico 40 años después: «¿Con qué he de irme? ¿Nada dejaré en pos de mí sobre la tierra? ¿Cómo ha de actuar mi corazón? ¿Acaso en vano venimos a vivir, a brotar sobre la tierra? Dejemos al menos flores, dejemos al menos cantos».

Merendero de Chapultepec. Pintura de la etapa mexicana de Ramón Gaya (Museo Ramón Gaya, Murcia).

Merendero de Chapultepec. Pintura de la etapa mexicana de Ramón Gaya (Museo Ramón Gaya, Murcia).

La nueva vida de Gaya

Como casualidades encadenadas, en el DF había circunstancias llamativas. ¿Cómo podría explicarse si no el hecho de que en Chapultepec, ese bosque urbano que colorea con su imperecedero verdor el centro de la Ciudad de México, no se hubiera desvanecido el sueño de Netzahualcoyotl? Aquel «cerro del chapulín», en náhuatl, que quedaba al fondo de la avenida Reforma, es uno de los lugares de merodeo y recreo dominical de los chilangos. Y la primera vez que experimenté aquel parque sobrecargado de gente, de vida al fin y al cabo, me acordé de un hombre enorme, no en su estatura sino en genio y virtud para aceptar el destino como viene, nacido en España cuando aquí afilaban los cuchillos revolucionarios.

En su exilio mexicano, entre 1939 y 1952, el pintor Ramón Gaya (Murcia, 1910-Valencia, 2005) encontró en Chapultepec, como el príncipe poeta, su fuente de inspiración para esbozar los inolvidables instantes transparentes que le sustraían de su tormento vital. Este sitio de arroyuelos y barrancos, donde todo acaba en «ar» -pasear, pensar, amar, besar, llorar, remar…-, era para Gaya un territorio de belleza completa. Así lo representó en los gouaches conservados en su museo de la Casa Palarea de Murcia, en la plaza de Santa Catalina, ante los que es imposible no advertir la melancolía que desprende un solitario atardecer, el velador de un merendero, el embarcadero del lago…

Gaya apreció en México, como tantos otros españoles, «la alegría del Trópico». Su primera esposa, Fe Sanz, había muerto en los últimos días de la Guerra Civil en un bombardeo en Figueras (Gerona), al que sobrevivió su única hija, Alicia. A finales de enero de 1939, tras la caída de Barcelona en manos de las tropas nacionales, cerca de medio millón de refugiados cruzaron la raya pirenaica sin imaginar el día del retorno. Gaya fue uno de ellos. Podría hablarse de suerte, ya que el 9 de febrero se ordenó el cierre de los nevados puestos fronterizos con Francia. Días más tarde se aprobó la Ley de Responsabilidades Políticas, que ponía en busca y captura a los opositores del movimiento nacional. El exilio fue, al mismo tiempo, condena y salvación para los españoles de izquierdas que escapaban de una patria desgajada.

En febrero de 1939, Gaya permaneció 16 días internado en el campo de concentración de la villa de Saint-Cyprien, al sur de Perpignan. Su militancia en la Alianza de Intelectuales Antifascistas y su vinculación a la revista ‘Hora de España’ permitirían al desolado Gaya colarse en la primera expedición de «intelectuales de fuste» acogidos por el amigable México. El Gobierno de Lázaro Cárdenas, que se posicionó a favor de la República, abrió las puertas de su país a los vencidos del bando republicano y organizó en la región de Marsella ‘Les villages mexicains’, dos poblaciones donde permanecieron los refugiados ibéricos mientras tramitaban sus expedientes. Antes de embarcar, los hombres esperaban su turno en el castillo de la Reynarde, y las mujeres y niños en el castillo de Montgrand, donde aprendían cuestiones básicas sobre la historia y la cultura de México. Sin embargo, Gaya pasaría dos meses en casa de su amigo Cristóbal Hall, que durante el exilio se haría cargo de su hija, hasta que abordó en el Sinaia el 23 de mayo de 1939 en el puerto francés de Séte, junto a otros 1.598 pasajeros.

Entre ellos viajaban los muchachos de ‘Hora de España’, refugio literario de versificadores cultos y combatientes del léxico en peligro. Fundada en Valencia a finales de 1936, meses después del alzamiento del general Francisco Franco (18 de julio) y de la detención y asesinato a los 38 años del dramaturgo y poeta del cante jondo, Federico García Lorca (19 de agosto), en Granada, Gaya formó parte del consejo de redacción del primer número, que vio la luz en enero de 1937, y en ella publicó viñetas y poemas durante la contienda, como hicieron Alberti, Rafael Dieste, María Zambrano, Luis Cernuda, Arturo Serrano Plaja y Manuel Altolaguirre.

El poeta de Alcoy Juan Gil-Albert, a quien conoció en Valencia en 1934 en una de las Misiones Pedagógicas organizadas por la Segunda República para popularizar la cultura en ambientes rurales, acompañó a Gaya desde el primer momento en este periplo oceánico, junto al novelista zaragozano Benjamín Jarnés, el crítico literario y ensayista madrileño Antonio Sánchez Barbudo con su mujer e hija, el poeta gallego Lorenzo Varela y el filósofo gaditano Adolfo Sánchez Vázquez, entre otros. Los exiliados que subían a los barcos -más de 28.000 hombres, mujeres y niños llegaron a México en 11 años- recibían un documento para que se hicieran una idea del país al que se dirigían. Mauricio Fresco, miembro del Cuerpo Diplomático y Consular acreditado en Francia y encargado de hacer la selección, firmaba el texto, «como amigo y hermano de sangre», que incluía consejos para los españoles que se disponían a dejar atrás Europa y encauzar otra vida en México:

«Cuando vean al indio, no olviden ustedes que están en su casa, pues él es quien les abre las puertas, debiéndole por lo tanto todo respeto y gratitud. Organicen una nueva vida; formen un hogar; dedíquense con todo corazón a forjarse un brillante porvenir; sean dignos de la confianza y el cariño que les ofrece y con el que los recibirá y acogerá el pueblo mexicano».

Tras 20 días de navegación por el Atlántico, el ‘Sinaia’ tocó Veracruz el 13 de junio de 1939 a las cinco de la tarde. Miles de personas aguardaban el arribo del vapor a puerto. Gaya, que rondaba ya la treintena, seguiría hasta la Ciudad de México, donde pasó 14 años de su vida, la mayoría recluido en su pintura, sobre todo después del desencuentro mediático con el «retorcido» e «influyente» Diego Rivera, que organizó una campaña en su contra tras disgustarle una crítica que publicó el murciano sobre una exposición de retratos en la que elogiaba el trabajo de José Clemente Orozco. «Durante casi un mes», declararía Gaya, «fui presa diaria de los columnistas de los periódicos (…). Se les había dicho que había que atacarme porque había pisoteado la bandera mexicana». En México evoca a los clásicos con sus ‘Homenajes’ a Velázquez, Murillo, Rembrandt, Rubens, Van Eyck, Tiziano, Constable, Cézanne, Van Gogh, Picasso… y es arropado por otros gachupines. Entre ellos, la pintora catalana Soledad Martínez y los poetas Concha de Albornoz, Luis Cernuda y José Bergamín, pero especialmente Gil- Albert, con quién compartió piso en la avenida Insurgentes, junto al ilustrador valenciano Enrique Climent y a «un iluso magnífico», Mariano Rodríguez, pintor y arquitecto fallecido en 1940.

Todos ellos, identificados con la Segunda República, formaban parte del selecto grupo de profesionales del ámbito de la ciencia, la industria y la cultura -entre ellos, según Mauricio Fresco, había cinco rectores de universidades, 150 de los 305 catedráticos que tenía España al acabar la guerra, centenares de profesores de institutos y Escuelas Normales y millares de maestros y Escuelas de Primera Enseñanza- que llegaron a México perseguidos por su roja esperanza.

Niños con bicicleta asombrados ante la Torre Latinoamericana. México DF, 2005. Foto: Manuel Madrid

Niños con bicicleta asombrados ante la Torre Latinoamericana. México DF, 2005. Foto: Manuel Madrid

Gaya conoció en el exilio un México «parcial, marginal y poco visible», como observó el poeta valenciano Tomás Segovia, cuando los ambientes culturales de la capital azteca estaban rebosantes de «dramáticos huéspedes de talento, de grave gente de paso, de desplazados cargados de experiencia y de cultura». En su destierro, coincidió con el poeta y dramaturgo mexicano Xavier Villaurrutia -«(…) Amar es reconstruir, cuando te alejas, tus pasos, tus silencios, tus palabras, y pretender seguir tu pensamiento cuando a mi lado, al fin inmóvil, callas./ Amar es una cólera secreta, una helada y diabólica soberbia (…)»- y con un tiernuelo veinteañero, Octavio Paz, casado ya con Elena Garro. La pareja ejercería de anfitriona en frecuentes convites y coloquios e inspiraría a Gil-Albert los personajes de Edmundo y Virginia que aparecen en su obra ‘Tobeyo. O del amor’, narración sobre la aventura homosexual del alcoyano con un joven en la Sierra Madre del Sur, en Oaxaca. Otro personaje, Bartolomé, está basado en Gaya, y el de Magda, en Concha de Albornoz.

Octavio Paz, que en 1936 había publicado su voceada y levantisca ‘plaquette’ de ocho páginas titulada ‘No pasarán’ («Hay un terrible grito en toda España, un ademán, un puño insobornable, gritando que no pasen. No pasarán. No, jamás podrán pasar«), trató por vez primera a Gaya en 1937, en Valencia, donde se había trasladado en bloque el Gobierno de Azaña ante el avance de las tropas nacionales. El incipiente poeta viajó invitado por Alberti para participar en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que reunió en la España dividida a figuras de las letras como César Vallejo, Alejo Carpentier, André Breton… En el escogido grupo de representantes de la literatura mexicana estaba el poeta Carlos Pellicer, propuesto por Neruda, y José Mancisidor, líder de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, que fueron acompañados por los poetas cubanos Juan Marinello y Nicolás Guillén. En plena cruzada, Paz caminaría, como Gaya y el resto de congresistas, por ciudades «entre las ruinas y los sueños», asimilando que en España la guerra se libraba «en todas partes». El congreso tuvo varias sesiones en Madrid, Barcelona y París, pero Paz decidió volver a Valencia, interesado en colaborar con los escritores de ‘Hora de España’, con los que había acordado pronunciar varios discursos y publicar un poemario.

Esos hombres atrincherados en batallas dialécticas y artísticas, jóvenes con pasiones como Gaya, Miguel Hernández y tantos otros, fueron los que impresionaron a Octavio Paz, cuya vinculación con España se remontaba a sus recuerdos infantiles, a los cánticos de su «madre venerable», Josefina Lozano, andaluza e hija de una católica practicante del Puerto de Santa María y de un escritor y admirador de Galdós nacido en Medina Sidonia.

Zócalo. Danzantes purificando a transeúntes ante el Palacio Nacional. México, 2005. Foto: Manuel Madrid

Zócalo. Danzantes purificando a transeúntes ante el Palacio Nacional. México, 2005. Foto: Manuel Madrid

Fama de embaucadores

Guillermo Sheridan, profesor e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México y versado en la obra del patriótico Nobel, descubrió en ‘El filo del ideal. Octavio Paz en la Guerra Civil’ cuánto quedó «maravillado» con la juventud de España el poeta de ‘Raíz del hombre’. Paz sellaría lazos eternos con sus amigos españoles en la imprenta valenciana donde Gil-Albert, Prados, Gaya, Cernuda y Altolaguirre editaban aquella especie de isla de palabras perseguidas. ‘Hora de España’ ofrecía «una ración de tiempo y paraíso» en esa España hendida.

A su vuelta a México, el poeta acogería a muchos de estos «hombres partidos por la guerra» en su refugio de papel, ‘Taller’, «una revista de confluencias» que acabó despertando recelos entre los nacionalistas mexicanos que, según Guillermo Sheridan, consideraban a los desplazados españoles «agitadores y embaucadores» capaces de propagar sus desórdenes ideológicos en los territorios de ultramar. Gaya, Gil-Albert y el resto de literatos y artistas «empujados de sus tierras a otras» pudieron ejercer libremente su profesión en la Ciudad de México, un caótico lugar de acogida y conflicto, cementerio de rostros vivos y atormentados que empezó a deformarse apenas tres décadas después de la Revolución Mexicana y que Paz llegó a describir en una animada conversación en TVE con el periodista murciano Joaquín Soler Serrano, como «una cabeza inmensa sobre un cuerpo escuálido», en referencia al pueblo mexicano (…).

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